Opinión

Memoria Fresca

“Sugar” Ramos inició a los 14 años en el boxeo amateur. Protagonizó poco más de 100 combates. En el terreno profesional  debutó en La Habana el 5 de octubre de 1957

Sobre la mesa, de lámina, fue azotada la mula cincos.

La mano que la depositó, era tan ruda como el ruido de quien la colocó.

No menos escandaloso, el festejo de haber hecho las cinco que había cantado.

Los cuatro hombres ahí sentados, eran jugadores de chuti-mul.

Un juego de dominó, extraño pero emocionante cuando llega a dominarse, propio de los billares.

Generalmente hay apuestas y no está exento de discusiones.

Terminada la partida, cuando se hacen 21 puntos concluye, hubo espacio para conversar amigablemente.

La pregunta fue tosca. Áspera.

Todo su cuerpo estaba cubierto de piel morena. Lo único blanco, reluciente, era la dentadura.

A pesar de su fortaleza, él no pudo evitar el estremecimiento.

Fue un sacudimiento notorio. La brusquedad del cuestionamiento surtió efectos emocionales que no estaban previstos.

Es una sombra, chico, que no me he podido sacudir. Toda mi vida he cargado con ella. Pesa tanto que, en ocasiones, no me deja dormir.

No era, porque no lo era, un efecto de remordimiento. Más bien una huella que lo marcó de por vida. Que no lo dejó existir tranquilo.

Ultiminio Ramos, el mismo impasible que respondía, rememoraba una tragedia: la muerte de Davey Moore sobre un cuadrilátero.

La relación entre Ultimino “Sugar” Ramos y el relator, era cordial. Amigable. Permitía que el diálogo fuera fluido.

Nacido en Matanzas, Cuba, formaba parte de un grupo de boxeadores que arribaron a México para cubrirse de gloria y engalanar ese deporte de los encordados.

El día que se narra, a un lado estaba presente Chuchú Gutiérrez. Ellos junto con José Ángel “Mantequilla” Nápoles, “Babe” Luis, Pastor Marrero, José Legrá y otros llegaron juntos a tierra azteca.

Pocos, casi nadie, echó de ver nunca el segundo apellido de “Sugar” Ramos. Era Zaqueira.

El boxeador cubano-mexicano fue una gloria. Campeón de peso pluma y miembro del Salón Internacional de la Fama del Boxeo.

Pero toda esa grandeza y el enorme cariño recibido de la afición, no fueron suficientes para desterrar las tinieblas que lo invadían.

“Sugar” Ramos inició a los 14 años en el boxeo amateur. Protagonizó poco más de 100 combates. En el terreno profesional  debutó en La Habana el 5 de octubre de 1957.

Sobre el ring, era elegante. Espectacular. Sus golpes eran demoledores.

Ganó el Campeonato de peso pluma en Cuba en 1960. Con el arribo de Fidel Castro al poder, emigró para encontrar la gloria.

Fue campeón mundial. Defendió los títulos ante Rafiu King, Mitsunori Seki y el ghanés Floyd Robertson.

Vicente Saldívar, el llamado “Zurdo de Oro” lo destronó. En 1964. El retiro llegó en 1972, con un récord de 55 peleas ganadas (40 por KO’s), 8 perdidas y 3 empates. En 1992 ingresó al Salón Internacional de la Fama del Boxeo.

Aquella tarde de la partida de dominó Ultiminio estaba melancólico. Triste por el pasado del que no pudo despojarse.

Uno sube a pelear, dijo, para ganar pero nunca con la idea de vivir una tragedia.

A la gente le gusta ver tus habilidades, que pegues con fiereza al contrincante. Los aficionados quieren ver sangre. Violencia. Nunca te ven como un ser humano, sino como gladiador.

¿Que si duele golpear al adversario? Claro que no. Para eso te pagan. Para eso te preparas. Arriba del encordado no hay disyuntiva, golpeas o dejas que te peguen. No hay de otra, tienes que salir triunfante y evitar la derrota.

Desde las primeras frases que emite, el lenguaje denota su origen.

Ultiminio “Sugar” Ramos irradiaba simpatía. Siempre gozó de popularidad. Era afable con quien departía.

Fue bullanguero. Tocaba las tumbas en un grupo musical. Disfrutaba la vida, pero la muerte de dos contrincantes (José “Tigre” Blanco y Davey Moore), se convirtieron en una mancha imborrable.

El infortunio lo persiguió.

La decisión de retirarse llegó a los 28 años de edad.

El final del intercambio de frases fue festiva: eres mejor para jugar dominó que para pelear.

La respuesta, broma que inevitablemente dio paso a los barruntos de un negro pasado, fue colocar el puño sobre la quijada de su interlocutor y decir: Te vas a morir.

Llegó un silencio sepulcral.

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