Opinión

Memoria fresca

La mujer, de educados modales y exuberante belleza, era un vendaval.

Porque de la calma y la tranquilidad, pasaba a ser un huracán.

Un torbellino capaz de romper cualquier sosiego.

Aquella noche, en que intercambiábamos impresiones, cubrió toda la gama.

Con aplomo, conversaba sobre los temas que se exponían para alegrar una reunión amigable.

Hasta que de la nada surgió una pregunta:

¿Qué recuerdo guardas de José?

El silencio fue roto con vehemencia. La frialdad de las frases fue sepultada. No pudo permanecer apacible ni ecuánime.

Dijo:

He sido juzgada injustamente. Acusada con maldad y difamada. Sobre mí han dejado caer sentencias alejadas de la realidad.

Natalia, nombre con el cual era poco referida, mostraba un intenso brillo en sus ojos y los labios le temblaban cada que expresaba una frase tras otra.

Prosiguió:

Quisieron culparme de una desgracia que él cargó por siempre. De un mundo de traumas de un vicio, una enfermedad, con el cual llegó a mi vida y nunca pudo superar.

Mienten quienes se atreven a juzgarme para limpiarse de culpas.

Ella es Natalia Herrera Elías Calles, la primera esposa de José Rómulo Sosa Ortiz.

Una pareja que en los círculos artísticos fueron mejor conocidos por sus nombres que les dieron popularidad: Kiki Herrera Calles y José José.

Natalia venía de una familia ligada a las más altas esferas de la política. Era nieta del Presidente Plutarco Elías Calles.

De buen nombre y reputación. Le gustaba cantar, actuar y ser el centro de atención en los eventos sociales.

Inició en el mundo del espectáculo como cantante, a finales de la década de los 60 incursionó en la actuación trabajando en el cine y luego en la televisión.

Cuando nos encontrábamos, era para disfrutar. Las bromas y las risas podían compararse con una pelota de tenis, iban de un lado a otro sin que ninguna quedara atorada en la red.

Esa noche era de festejo. La amistad fue el pretexto para reunirnos y sobre la marcha surgió uno más: Ambos nacimos el primero de enero, aunque de diferentes años.

Había cariño. Amor. Respeto.

Basada en esos principios me relató que a José José lo conoció en el bar de un hotel en Caracas, Venezuela.

Los dos andaban de gira.

Fue al calor de las copas, que iniciaron un tórrido romance que culminó en matrimonio y luego en un divorcio.

Hubo el intento de ayudarlo a superar el alcoholismo, se le pregunta.

Y narra un acontecimiento que la mayor parte de la gente desconoce:

En repetidas ocasiones lo intenté. Incluso fuimos juntos a buscar ayuda de un profesional para sacarlo de ese mal en que se encontraba sumido.

El especialista me aconsejó que hiciéramos un viaje, un retiro para que dejara de consumir bebidas embriagantes.

Decidimos viajar al puerto de Acapulco y nos hospedamos en el Hotel Continental, en habitaciones separadas.

Yo vigilaba que no se fuera a salir. Que se alimentara, que no hubiera consumo de alcohol.

Pero no veía muchos avances.

Después de cuatro días pude descubrir por qué no había progreso.

Diariamente el mismo mesero le llevaba comida, leche y jugo de naranja. Suficientes líquidos más que alimentos sólidos.

José había sobornado al mesero para que en los lácteos y en los extractos o néctares de fruta le inyectaran alcohol sin abrir los envases.

Usó el ingenio para no dejar de consumir bebidas embriagantes.

La Kiki Herrera Calles y el llamado “Príncipe de la Canción”, no soportaron la carga que representaba la enorme popularidad del intérprete de El Triste, canción compuesta por Roberto Cantoral y que lo catapultó a niveles insospechados.

TRISTE FINAL

A Natalia me acercó una lucha gremial que tuvo lugar en la Asociación Nacional de Actores (ANDA) para deponer a David Reynoso.

Una cruenta disputa en la que participaron activamente Jesús Martínez “Palillo”, Humberto Elizondo, Carlos Bracho, Yolanda Ciani, Carlos Pouyol, Héctor Kiev y un sinfín de artistas quienes al final salieron victoriosos.

Fue por “Palillo” que en el periódico La Prensa se me encomendó atender la demanda, sin pertenecer a la sección de Espectáculos.

Una de tantas noches, recibí la llamada telefónica de Natalia: Mañana me presento en la Sociedad de Autores y Compositores, ya sabes tienes mesa de pista. Te voy a dedicar una canción.

Tengo que salir de viaje, no creo poder acompañarte.

A mí me vale madre. Llegues o no, ahí estará tu mesa, argumentó enfáticamente.

La mañana del 20 de noviembre de 1983 para mí fue un amargo despertar.

Prendí la televisión en aquel cuarto de La Mansión de Querétaro, para ponerme al corriente de las noticias.

Lo que anunció Guillermo Ochoa me estremeció. Me dejó frío. Helado.

“La actriz y cantante Kiki Herrera Calles murió esta madrugada. Un tren arrolló el auto en que viajaba”.

Era inverosímil. Nada creíble. Imposible que ella hubiera permanecido en el interior del auto que se había descompuesto en las vías del Ferrocarril de Cuernavaca en las Lomas de Chapultepec.

Natalia vivía a escasos 300 metros. En la calle de Montes Urales. No era posible que al retornar de su presentación hubiera perdido la vida.

Hasta la fecha, en lo personal, sostengo que en su muerte hubo mano negra. Que primero fue victimada y luego colocaron su cuerpo dentro de la unidad motriz para simu

lar un accidente.

Sarcástica y nada pausada para referirse a hechos en donde la habían puesto a prueba, Natalia gozaba plenamente las diversas etapas de su vida.

Hubo un encuentro en el que me utilizó para poner fin a la relación tormentosa con José José.

Lo relato:

Recibí una llamada en La Prensa. Un auxiliar de la redacción me avisó que al teléfono se encontraba la Kiki Herrera. Te espero en mi casa para cenar, ordenó porque

nunca fue una invitación.

Con ese viejo vicio que tengo de la puntualidad, llegué quince minutos antes de lo convenido.

Hubo un par de generosos y deliciosos tragos antes de que el aparato telefónico de su casa comenzara a repiquetear.

Tres o cuatro veces se paró a contestar. Su rostro denotaba angustia y preocupación.

A la sexta llamada, le dije que si quería interrumpíamos la reunión para que atendiera sus asuntos personales.

Fuera de aplomo comentó que era José. Estaba en la esquina (en el restaurante Las Chalupas que hoy es Suntory de Las Lomas) y que quería ir a saludarla.

No veo problema, adelante. Estás en tu casa y puedes recibir a quien quieras. No me veas como un obstáculo. Somos amigos y no quiero convertirme en un problema.

Volvió a repiquetear el teléfono. Nuevamente se paró a tomar la llamada y dos o tres minutos después sonó el timbre de casa.

Permanecía puesta de pie y se dirigió a la entrada para regresar con el famoso cantante por el que yo sentía especial admiración.

Ante la sorpresa de ese fenómeno de la canción de privilegiada voz, Natalia se limitó a expresar: Él es Evaristo Corona, el señor de la casa.

No hubo necesidad de ningún comentario más. El prolífico intérprete de enormes éxitos se retiró.

Obvio decir que fue una actitud cruel de Natalia, y sin fundamento.

Pero esa era su esencia.

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