La urgencia de que la niñez y juventud retornen a las aulas es una preocupación que comparte el mundo entero. En Europa, en Asia, en América Latina y en los mismos Estados Unidos, hay muchas voces autorizadas que plantean el retorno de los niños y jóvenes a las aulas como una necesidad inaplazable, para no seguir ahondando los daños que ya les está causando el cierre de escuelas y universidades.
Sin embargo, con el tiempo, se ha podido comprobar poco a poco que los que se ocupan de la pandemia lo hacen partiendo de la misma base y buscando el mismo objetivo. Quizá sean mayoría los que se preocupen genuinamente por la salud y la vida humanas; el resto en cambio, tiene como interés prioritario la restauración inmediata del funcionamiento de la economía, es decir, su propósito es la conservación y prosperidad de los negocios y de las mayores utilidades de la empresa privada.
Las dos líneas sobre el combate a la pandemia son, tanto en México como en el mundo, la de quienes opinan que hay que apoyarse en los recursos que proporcionan la ciencia y la experimentación científica, y los que fingen aceptar esto, pero en realidad, piensan que lo correcto es procurar la “inmunidad de rebaño”.
Así se explica que estos últimos se opongan y critiquen medidas tan elementales como el uso del cubrebocas; el confinamiento social; la utilidad de efectuar el mayor número de pruebas; si deben recibir atención médica todos los infectados, graves o no.
La “inmunidad de rebaño” surge del estudio de las pestes que diezmaron Europa en la antigüedad y durante la Edad Media, en la época en que la medicina estaba en pañales y nadie hacia nada contra la peste porque nadie sabía qué hacer ni cómo hacerlo. La “inmunidad de rebaño” es, en realidad, el simple esperar que la naturaleza de cada quien haga lo suyo y resignarse a que sobrevivan los más fuertes y vigorosos y sucumban todos los demás. Según los partidarios de la “inmunidad de rebaño”, los que tengan que morir que mueran; que se acaben los débiles, enfermos y viejos, y también los pobres que no puedan pagarse un buen hospital y una buena atención médica.
Por eso desde el principio ocultaron la letalidad del coronavirus y negaron la necesidad del distanciamiento y el confinamiento social. En su lugar, llamaron a la población a salir sin miedo, a disfrutar del sol y el aire puro.
También se negaron a efectuar pruebas masivas a la población, prohibieron a los hospitales públicos recibir enfermos no graves aunque claramente infectados, ocultaron las cifras reales de contagiados y muertos y se rehusaron a declarar oportunamente la alerta en las poblaciones de mayor riesgo.
Se aventuraron a poner fin prematuramente al laxo confinamiento que habían decretado en la fase más aguda de la primera ola, con lo cual incrementaron las cifras fatales, y hoy defienden la misma posición a pesar de los crecientes rumores de una nueva ola, más infecciosa y letal.
En medio de este poco alentador panorama, se viene intensificando ostensiblemente una campaña de medios a favor de la rápida normalización de la actividad económica y de la apertura de escuelas y universidades.
Se busca convencernos de que, si no queremos sufrir las consecuencias de un colapso económico y de una catástrofe educativa, debemos aceptar que obreros y jóvenes de ambos sexos regresen inmediatamente a las fábricas y a las escuelas aun a riesgo de contagiarse y morir por COVI-19.
Respecto a los niños y jóvenes, la campaña pone énfasis en el daño psicológico que les está provocando el encierro y el alejamiento de sus compañeros, amigos y maestros. Se habla del decaimiento general, de pérdida de interés en el estudio y concentración y, en los casos más graves, de depresión y tendencias suicidas.
No debemos olvidar que hay países que han logrado mantener en funcionamiento su aparato productivo y hace rato que reabrieron sus instituciones educativas sin necesidad de poner en riesgo la vida de sus trabajadores y de sus jóvenes.
Sobre los daños psicológicos a niños y jóvenes que maneja la campaña en marcha, hay que decir que no son nuevos; han existido siempre y nadie ha probado, mediante estudios rigurosos, que hayan sufrido un incremento peligrosos a raíz de la pandemia.
No está a discusión si nuestros niños y jóvenes deben ser rescatados de la inactividad intelectual, de la pésima educación virtual, del daño psicológico, anímico y relacional que les pueda causar la ausencia de sus maestros, amigos y compañeros. La duda radica en si en verdad no hay otro camino que exponerlos al contagio y a la muerte a cambio del retorno a la vida normal a que tienen derecho.
El Gobierno está obligado a vacunar a todos los docentes, niños y jóvenes antes de decretar el regreso a clases; a remozar todos los planteles, patios de recreo y aulas; a garantizar el control del estado de salud de cada estudiante antes de ingresar a la escuela y las medidas de seguridad e higiene básicas para alumnos y maestros. Hoy, nadie está en condiciones de garantizar que todo eso existe o que estará disponible a tiempo.