Al escuchar la música y la letra de Qué esperas de mí, inevitablemente vienen los recuerdos.
Es una canción interpretada por Los Galos.
Desde los primeros acordes musicales, surgen imágenes que reviven aquella etapa de una historia digna de relato.
Todo el proceso y los detalles que la componen, justifican la narración.
Inicialmente habíamos visitado Puerto Madero. Sitio donde la construcción de una escollera para promover un puerto de altura, se convirtió en una desgracia para sus pobladores.
Mal diseñada, y pesimamente construida, la obra donde se invirtieron millones de pesos, fue un desastre.
Porque erróneamente desviaba las aguas con rumbo equivocado, al grado de que destruía construcciones habitacionales y comerciales.
Fue tal la catástrofe, que nunca se tuvo el arribo de embarcaciones mercantes o turísticas.
A tal grado, que se convirtió en una construcción abandonada.
Cercano y perteneciente al municipio de Tapachula, Chiapas, Colonia Puerto Madero (san Benito), es un lugar donde la principal actividad que se desarrolla es el comercio minorista.
En la calle principal abundan cientos de establecimientos que operan para la compra venta de mercancías, en las que se incluyen los placeres carnales.
Inundada de tugurios disfrazados de loncherías y fondas, hormiguean y conviven consumidores y materia prima.
Gran parte de la población está integrada por guatemaltecos que ahí residen, desde hace décadas, sin ajustarse a las leyes migratorios que den legalidad a su presencia.
A finales de los años 70 el panorama era pintoresco, sin dejar de ser llamativo por las escenas que llegaban a ser grotescas.
En medio de la algarabía y el escándalo que producían el consumo de alcohol y la música surgida de sinfonolas, se perdían las palabras que levemente trasmitían un par de bocinas.
La voz, era de un cura que difundía la homilía dominical desde una iglesia católica situada en medio de aquellos lupanares.
Recabada la información para los reportajes que habrían de publicarse en las páginas de La Prensa, cambiamos de ruta.
Rentado un vehículo para viajar en busca de nuevos horizontes, el fotógrafo Gildardo Solís y quien teclea, tomamos la carretera rumbo al sur del territorio chiapaneco.
Atrás había quedado el suelo mexicano.
Poblaciones como Cacahoatán, Unión Juárez y Ciudad Hidalgo, ya eraan parte recorrida.
Nos encontrábamos en Tecún Umán. En las oficinas de Migración de Guatemala, donde la Guardia Nacional era la custodia.
Una voz tronante nos preguntó: A dónde se dirigen.
A Guatemala capital, fue la respuesta.
Presentamos pasaportes debidamente visados y, equivocadamente, pensamos que podíamos avanzar.
Pero no.
Sin mediar explicación alguna, el individuo hizo una seña y otra persona que cargaba un pesado artefacto, accionó un botón y nos comenzaron a fumigar.
Nosotros adentro, recibiendo aquel humo sofocante. Sentíamos que nos ahogábamos. El interior del auto lleno de bruma.
Identificados como periodistas mexicanos y después de un largo interrogatorio, en el que hubo necesidad de argumentar falsamente que nos esperaba el Ministro del Interior del gobierno guatemalteco, nos permitieron proseguir.
Enojados y refunfuñando sandeces en grado superlativo, tomamos a la ligera el percance y no dejábamos de lanzar maldiciones.
Cachucos malditos (la peor de las pestes ligada a su progenitora), dije ante la burla del hombre de la lente que me acompañaba.
ESCENA IMPACTANTE
Hartos, iracundos por el percance y el mal momento que nos habían hecho pasar en la estación migratoria fronteriza, comentamos que era hora de cuando menos tomar alimentos.
Pasaban las 3 de la tarde y las tripas nos chillaban de hambre.
Corona, me dijo Gildardo, no estaría mal tomarnos una cervecita.
Vete al diablo, bueno debo admitir que usé una palabra más fuerte, primero necesitamos comer algo.
Arribamos a Coatepeque, un municipio situado en el departamento de Quetzaltenango. Lugar localizado a 221 km de la ciudad de Guatemala, que era nuestro destino.
Entramos a un restaurante bar, que en México no era otra cosa que una cantina.
Ante la insistencia de Solís, decidimos pedir una cerveza.
Un mesero atento, educado y con buenos modales, preguntó qué cerveza queríamos. Tacaná, Cabro, Gallo fueron las ofertadas.
Mi compañero pidió una Cabro. A mí me sirvieron Gallo.
Unos minutos después se notó un gran movimiento en la puerta de entrada. Ingresó un grupo de personas uniformadas. Eran de la Guardia Nacional.
Inevitablemente pensé en los de la garita de Tecún Umán.
Vienen por nosotros, comenté sarcásticamente.
Estás pendejo, me reviró Gildardo.
Consumidas las primeras cebadas, se acercó nuevamente el camarero para poner sobre la mesa otra tanda que no había sido solicitada.
A manera de justificación, argumentó: Venían sedientos.
Sin darnos cuenta, habíamos consumido el líquido con avidez.
Era la tensión que, sin percatarnos, nos invadía.
Puedo servirles una boca, sugirió el empleado.
No, gracias fue la respuesta expresada al unísono. Desconocíamos que el término era referente a una botana.
Ya era obligado dejar el ayuno. El apetito iba en aumento y la levadura no era la mejor opción.
Pero, en automático, entró la intuición reporteril. La percepción que ha sido fiel compañera del oficio periodístico. Agudeza simple.
Tráigame la cuenta por favor, expresé. El asombro de Gildardo se transformó en reclamo airado. Pero sin escucharlo pagué.
Ya arriba del automóvil, el fotógrafo no dejaba de protestar y reclamar que ni siquiera habíamos comido nada.
Algo me dice, argumenté, que es necesario irnos a otro sitio.
Volante en mano, decidí que el trayecto a Guatemala lo haríamos por la costa. Recorriendo San Marcos, Retalhuleu, Mazatenango y La Antigua.
Unos kilómetros después de Coatepeque, sobre la carretera de ese litoral de ensueño, apareció una palapa a donde acudimos para ingerir alimentos.
Mariscos de primerísima calidad. Una exquisitez indescifrable.
Llegó un grupo de jóvenes que se dirigieron a una rockola y luego de ponerle algunas monedas, comenzó a escucharse la canción que me transporta a esos tiempos: Qué esperas de mí.
Balada que hoy escucho mientras reseño.
Para sintetizar la narración, después de consumir el manjar acompañado de un delicioso ron (Zacapa que se había creado en 1976, en México no se conocía y debe su nombre a una región de ese país) emprendimos nuevamente el recorrido, trayecto cubierto con una amena plática.
Más Gil no dejaba de reclamar que hubiéramos salido inesperadamente de la cantina. La necedad era muy suya.
Ya en Guatemala capital, nos hospedamos en el céntrico hotel Maya Excélsior.
Dadas las 10 de la noche quisimos salir a cenar, pero apenas habíamos cruzado la puerta del sitio donde nos hospedábamos, nos encontramos con una terrible realidad.
Había Toque de Queda. Un Estado de Sitio y las fuerzas armadas nos hicieron cambiar de planes y de actitud.
Regresamos a la habitación y prendimos el televisor para distraernos un poco.
Sin que fuera el propósito, en la pantalla apareció el conductor de un noticiero. La reseña nos dejó helados. Sorprendidos. Sin habla.
La crónica hablaba de una explosión donde se registraron varias, muchas, muertes.
El sitio de la tragedia: El bar de Coatepeque.
Un atentado contra los elementos de la Guardia Nacional que llegaron al lugar cuando estábamos ahí.
Pinche Corona, espetó Gildardo, estamos vivos de milagro.
La intuición estaba justificada, tenía razón de ser.
Estábamos vivos gracias a ese olfato que ha sido mi compañero de viaje en esta vida. No hay otra explicación.